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Los dineros para los partidos.
José Hernández Castillo.

El IFE aprobó un presupuesto para el 2006, que asciende a 12 mil 920 millones de pesos. De ellos, 4 mil 926 millones se destinarán a financiar las actividades de los partidos.

Esa misma información nos dice que el tope para gastos de campaña de la elección presidencial asciende a 640 millones de pesos: 24% más que en el año 2000. Y nos dice también que los tres partidos más grandes tendrán recursos de sobra para llegar a ese elevadísimo tope, si así decidieran hacerlo: el PRI recibirá poco más de mil 265 millones; el PAN, más de mil 146 millones y el PRD, 744 millones.

En cambio, el resto de los partidos no tendría recursos públicos suficientes para ir tan lejos: solamente el Partido Verde podría alcanzar eventualmente ese tope, si lograra combinar el dinero público con las aportaciones privadas. Pero el resto, en ningún caso alcanzaría a gastar tanto dinero, a menos que violaran las reglas del juego.

Aunque es un tema reiterado, nadie ha logrado convencer a quienes toman las decisiones políticas del país. Me refiero al dinero que México está dedicando al financiamiento de los partidos políticos y a las perversiones que esos recursos están produciendo en nuestro régimen democrático, que está corrompiendo cada vez más a la joven democracia de México.

El dinero asignado a los partidos en su conjunto no tiene más propósito que financiar sus actividades políticas. Son formas privilegiadas de distribuir rentas estatales: subsidios públicos que se distribuyen con el único objeto de conservar y legitimar el poder que ya tienen.

No importa cuántos argumentos se utilicen para justificar esos montos: el dinero público destinado a los partidos políticos representa un obsequio del Estado para que sigan conquistando voluntades a favor de sus causas. Y eso, sin contar los recursos adicionales que reciben de todas y cada una de las entidades federativas, cuya contabilidad se maneja por separado. Los partidos reciben dinero para financiar la política y pueden gastarlo como mejor les parezca.

Si alguna vez tuvo sentido que esos dineros fueran tan altos, fue porque los partidos que se oponían al PRI reclamaban condiciones equitativas para luchar por los votos, y porque éste contaba con el respaldo de todo el aparato estatal. El origen de esos montos enormes estuvo en una perversión de puro pragmatismo político: para evitar que el gobierno siguiera desviando recursos a las campañas del PRI, había que destinar cantidades muy grandes; y para impedir que ese partido ganara antes de competir, había que otorgar cantidades equivalentes a los demás.

Pero si otorgar esas cantidades gigantescas fue, en su momento, una decisión estratégica para equilibrar una competencia que partía de una situación desigual, hoy ese supuesto de transición ya no tiene vigencia. Tras una década de existencia de las nuevas reglas del juego, ya no existe ninguna razón legítima para seguir destinando partidas de esa magnitud. Acaso la única razón para sostener esos montos ya no es sino la costumbre al dinero fácil a la que se han habituado las burocracias enormes que sostienen a cada partido político.

No es, ni remotamente, un asunto trivial: los partidos se han vuelto burocracias muy bien pagadas por el Estado, mediante un procedimiento en el que ellas mismas son juez y parte. Burocracias pesadas que, en años electorales, repiten obsesivamente la rutina de gastar sus dineros en la compra compulsiva de espacios en radio y televisión, para convertir las campañas en una competencia entre grandes organizaciones multimillonarias que compiten por colocar un producto entre consumidores de imágenes cada vez más distantes.

Los recursos públicos que alguna vez sirvieron para promover la transición a la democracia, hoy se han vuelto la causa más evidente de la corrupción partidaria y del deterioro de la calidad de nuestros procesos electorales.


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