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Elecciones del 2 de julio: ¿Todo cambiara para seguir igual?

José Hernández Castillo.



De cara a los comicios presidenciales del 2 de julio próximo la gente se pregunta que pasara en dado caso que gane uno u otro de los candidatos. Si triunfa López Obrador, no habrá un giro drástico respecto del rumbo que México tomó desde hace ya más de una década. Es que, más allá de los esfuerzos de las campañas por intentar imprimirle dramatismo a la batalla electoral, el país ya se subió a su modo al tren de la globalización y, gane López Obrador o Felipe Calderón, el candidato del oficialista PAN, no habrá que esperar que el país se baje de ese viaje. Las únicas diferencias están en el énfasis del gasto social en el caso de López Obrador, y en una ampliación de impuestos a medicinas y alimentos y mayor afinidad con la iniciativa privada en el caso de Calderón. Ya nadie está en desacuerdo con las reformas, los mercados no están preocupados por las elecciones, ni han cambiado sus pronósticos en las variables macroeconómicas en función de ello. Son los factores externos, como el déficit público y la inflación en Estados Unidos, los que en realidad están moviendo las cosas.

Carlos Slim, lo dejó más claro aún. “Gane quien gane, seguiré haciendo negocios”, dijo recientemente. Las opciones mexicanas están a la vista: el suave viraje hacia la izquierda representado por el PRD o la prolongación y conclusión de las tareas que Vicente Fox no logró consolidar, apuesta que encarna Calderón. Roberto Madrazo, candidato del viejo y hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), que monopolizó la presidencia durante siete décadas –“la dictadura perfecta”, en opinión del peruano Mario Vargas Llosa– hasta su derrota a manos del PAN en 2000, ha quedado atrás y sus votantes alimentan ahora la cerrada lucha entre López Obrador y Calderón. En la difícil carrera que libran para llegar a Los Pinos, la residencia presidencial mexicana, Calderón apostó a acortar las distancias que lo separaban de AMLO a partir del intento de infundir temor a los votantes. Además, López Obrador –surgido de las filas del PRI, al igual que muchos otros dirigentes del PRD– debió sobrevivir a una persecución política y legal durante sus tiempos como jefe de gobierno de la capital mexicana, en la que se unieron el gobierno y el PRI, que tuvo como objetivo evitar que se postulara. La munición gruesa disparada contra él y varios de sus errores, como cuando se negó a debatir con el resto de los candidatos en televisión o cuando atacó verbalmente a Fox, lo hicieron caer bruscamente del primer lugar en las preferencias en marzo pasado. Por eso, a semanas de la elección, las encuestas marcan un final reñido.

Por un lado, López Obrador, cuya popularidad se debe, en gran medida, a una pensión otorgada a personas mayores de 65 años, a grandes obras de infraestructura vial en la caótica Ciudad de México y a un plan de austeridad que incluyó reducir su propio salario. Por el otro, Calderón, quien argumenta que él sí conseguirá lo que el actual presidente, Vicente Fox, no logró: pactar acuerdos con la oposición política para implementar reformas (laboral, fiscal y energética) que el congreso opositor viene bloqueando. Está claro que México las necesita. El país tiene, por ejemplo, uno de los índices mundiales más bajos de recaudación fiscal, que apenas llega al 11% del PIB. Además, más de un tercio de la actividad económica ocurre en la economía informal, y de no ser por la entrada de divisas debido a los altos precios del petróleo y a las remesas de trabajadores mexicanos en Estados Unidos, las finanzas públicas estarían en aprietos. Todas esas asignaturas pendientes provocan que la figura de Fox, agigantada al principio de la administración como el héroe que terminó con siete décadas de dinastía del PRI, pierda su brillo. Dejará a su heredero, en opinión de los analistas políticos mexicanos, un crecimiento económico insuficiente, inseguridad, corrupción, narcotráfico y desempleo que obliga a muchos mexicanos a migrar a Estados Unidos.

Los empresarios dudan sobre la capacidad de López Obrador de encarar las reformas pendientes, un prominente gremio cuya mayoría respalda a Calderón. Pero, más allá de la actitud beligerante y retadora de López Obrador en público, sus asesores llevan meses cabildeando en los círculos políticos y financieros estadounidenses, con el objetivo es transmitir un mensaje conciliador y atenuar los temores, por lo que dicen que los únicos preocupados son el presidente, su partido (PAN) y su candidato (Calderón) porque saben que van perdiendo el respaldo de la gente. A diferencia de muchos líderes populistas que usan la pobreza como retórica, López Obrador ha vivido entre los pobres. Y eso le permite elaborar un discurso que es música para los oídos de los millones de postergados en México. Lopez Obrador ha dicho que si llega al gobierno reducirá su salario y el de los altos funcionarios a la mitad, en un guiño a los numerosos votantes que piensan que la burocracia gubernamental goza de privilegios excesivos.

En todo caso, en esa diferencia de estilos y de énfasis en las reformas pendientes parecen estar las características que separan a Calderón y López Obrador. El 2 de julio ya está cerca. La disyuntiva, real o exagerada, está por resolverse.


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PRI: ¿La supervivencia o el resurgimiento?
José Hernández Castillo.

Después de 72 años en el poder y seis en la oposición, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) encara las elecciones mexicanas del próximo 2 de julio como un desafío para su supervivencia política. Mal colocado en las encuestas durante toda la campaña y desahuciado por los analistas, el PRI reivindica ahora el papel de bisagra, capaz de llevar por la senda de la moderación a un país crecientemente dividido entre derecha e izquierda. La extrema derecha del Partido Acción Nacional (PAN) y la extrema izquierda del Partido de la Revolución Democrática (PRD) están polarizando el país, todo un reto para un partido que presenta a un candidato controvertido y de escasa credibilidad llamado Roberto Madrazo. Pero todavía tiene el PRI gobernadores en 17 de los 32 estados, senadores, diputados y alcaldes y todavía posee una poderosa estructura del partido en muchos estados del interior de México, el PRI es todavía la primera fuerza de oposición. Existe una fortaleza priísta en muchas regiones, donde el partido puede tratar de atrincherarse en el caso de una eventual derrota electoral. Por ejemplo, en Oaxaca, Veracruz, Hidalgo o Puebla, los ciudadanos desconocen lo que es la alternancia política, estoe estados seguirán dando vida a un PRI local. Son feudos que sobreviven a aquel gran esquema que existió hasta los ochenta. En este esquema, los caudillos regionales vivirían en un mundo relativamente aislado, pero sin capacidad de influir en la decisión global ni en el proyecto nacional, cualquiera que éste sea. Si se observa la trayectoria del PRI parece aventurado predecir la defunción del partido que dominó la vida política de México durante más de siete decenios. Sin embargo, es un partido que se explica por el pasado, pero no es un partido para el futuro. Con mucho trabajo sobrevive en el presente. Desafortunamente el PRI no tiene nada que ofrecer. Los electores que le votaron en los últimos comicios son personas de edad superior al promedio del electorado, de menor educación que el promedio y con mayor presencia en el mundo rural. Es, en definitiva, el México que fue pero no el México que va a ser. No cabe duda de que es el partido que produjo la estabilidad política más notable de toda la historia de América Latina. Un partido que se explica por la revolución mexicana, que acabó con todas las alternativas. Asumió el espíritu de la revolución. Un partido que cooptaba más que reprimía y que pudo llevar a cabo la reforma agraria. Que tomó todo el poder y edificó una estructura corporativa. Pero esa época pasó y hoy el PRI está en la oposición, espacio donde nunca se movió cómodamente, ya que es un partido que nació en el poder y no fue creado para competir. Lastima solo le queda como el Ave Fénix resurgir de las cenizas, ¿le alcanzara?

Como siempre que tengan el mejor día de sus vidas.

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Los dineros para los partidos.
José Hernández Castillo.

El IFE aprobó un presupuesto para el 2006, que asciende a 12 mil 920 millones de pesos. De ellos, 4 mil 926 millones se destinarán a financiar las actividades de los partidos.

Esa misma información nos dice que el tope para gastos de campaña de la elección presidencial asciende a 640 millones de pesos: 24% más que en el año 2000. Y nos dice también que los tres partidos más grandes tendrán recursos de sobra para llegar a ese elevadísimo tope, si así decidieran hacerlo: el PRI recibirá poco más de mil 265 millones; el PAN, más de mil 146 millones y el PRD, 744 millones.

En cambio, el resto de los partidos no tendría recursos públicos suficientes para ir tan lejos: solamente el Partido Verde podría alcanzar eventualmente ese tope, si lograra combinar el dinero público con las aportaciones privadas. Pero el resto, en ningún caso alcanzaría a gastar tanto dinero, a menos que violaran las reglas del juego.

Aunque es un tema reiterado, nadie ha logrado convencer a quienes toman las decisiones políticas del país. Me refiero al dinero que México está dedicando al financiamiento de los partidos políticos y a las perversiones que esos recursos están produciendo en nuestro régimen democrático, que está corrompiendo cada vez más a la joven democracia de México.

El dinero asignado a los partidos en su conjunto no tiene más propósito que financiar sus actividades políticas. Son formas privilegiadas de distribuir rentas estatales: subsidios públicos que se distribuyen con el único objeto de conservar y legitimar el poder que ya tienen.

No importa cuántos argumentos se utilicen para justificar esos montos: el dinero público destinado a los partidos políticos representa un obsequio del Estado para que sigan conquistando voluntades a favor de sus causas. Y eso, sin contar los recursos adicionales que reciben de todas y cada una de las entidades federativas, cuya contabilidad se maneja por separado. Los partidos reciben dinero para financiar la política y pueden gastarlo como mejor les parezca.

Si alguna vez tuvo sentido que esos dineros fueran tan altos, fue porque los partidos que se oponían al PRI reclamaban condiciones equitativas para luchar por los votos, y porque éste contaba con el respaldo de todo el aparato estatal. El origen de esos montos enormes estuvo en una perversión de puro pragmatismo político: para evitar que el gobierno siguiera desviando recursos a las campañas del PRI, había que destinar cantidades muy grandes; y para impedir que ese partido ganara antes de competir, había que otorgar cantidades equivalentes a los demás.

Pero si otorgar esas cantidades gigantescas fue, en su momento, una decisión estratégica para equilibrar una competencia que partía de una situación desigual, hoy ese supuesto de transición ya no tiene vigencia. Tras una década de existencia de las nuevas reglas del juego, ya no existe ninguna razón legítima para seguir destinando partidas de esa magnitud. Acaso la única razón para sostener esos montos ya no es sino la costumbre al dinero fácil a la que se han habituado las burocracias enormes que sostienen a cada partido político.

No es, ni remotamente, un asunto trivial: los partidos se han vuelto burocracias muy bien pagadas por el Estado, mediante un procedimiento en el que ellas mismas son juez y parte. Burocracias pesadas que, en años electorales, repiten obsesivamente la rutina de gastar sus dineros en la compra compulsiva de espacios en radio y televisión, para convertir las campañas en una competencia entre grandes organizaciones multimillonarias que compiten por colocar un producto entre consumidores de imágenes cada vez más distantes.

Los recursos públicos que alguna vez sirvieron para promover la transición a la democracia, hoy se han vuelto la causa más evidente de la corrupción partidaria y del deterioro de la calidad de nuestros procesos electorales.


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